El qué y el cómo de la inversión pública y privada


Durante las últimas semanas hemos visto una discusión equivocada sobre quien hace la inversión en Bolivia y muy poco sobre cómo se hace la inversión en nuestro país. La razón es simple, la inversión pública y privada no son directamente comparables, simplemente porque sus objetivos son diferentes. Mientras la inversión privada busca y se hace allá donde hay mayores retornos para apropiarse de ellos (lo que desde un punto de vista moral no es malo), la inversión pública debe hacerse allá donde genere las mejores condiciones para facilitar a la primera, a la vez que logre cumplir objetivos de bienestar social (salud y educación por ejemplo).
Esto no es nada trivial, ya que si bien en principio la inversión privada parece ser “insensible” a las necesidades de los más pobres tiene una característica que la hace diferente a la inversión pública: no arriesga ni su dinero ni el mío, arriesga el dinero del empresario. Por otro lado, la inversión pública debe equilibrar las necesidades sociales con los requerimientos de eficiencia económica que exige el gasto de dineros que no le pertenecen al gobernante de turno, cosa bastante difícil de lograr cuando hay intereses electorales de por medio.
Estas diferencias hacen que la inversión pública y privada no sean sustitutas entre sí, de hecho deberían ser complementarias. Me explico: suponga usted que existe una región en un extremo del país muy rica en oportunidades de negocios, sin embargo, por la ubicación de la misma se hace imposible que cualquier empresario por sí sólo pueda invertir lo suficiente como para hacer un camino para llegar a esa zona y explotarla. Por lo tanto en términos prácticos, el valor económico de esa zona es cero (con todo lo que eso implica para los habitantes del lugar).
Para que eso no pase la intervención de la inversión pública es vital, más aun si vivimos en un país pobre y pequeño donde el Estado es el actor más grande de la economía. Básicamente porque si el Estado corre con el riesgo permite que el empresario cumpla con su parte del trato, arriesgar su capital para obtener beneficios propios. Lo mejor de este proceso es que si se da correctamente, la sociedad es la mayor beneficiaria, ya que a la vez que obtiene infraestructura para su desarrollo, se logran fuentes de trabajo y algo extra: ingresos para el Estado (a través de los impuestos) que podrán ser re-invertidos en el futuro en nuevas zonas productivas.
Sin embargo en la realidad nos topamos con un problema, muchas veces la inversión pública no se hace donde se podría obtener más retornos sociales, se hace donde se obtiene más retornos políticos. En otras palabras, se “invierte” donde las bases lo requieren y no donde el país lo necesita. Obviamente hacer coincidir las necesidades políticas con la obligación de hacer un buen gobierno es un serio problema para el encargado de hacer inversiones, problema que puede derivar en, por ejemplo, la construcción de coliseos con más capacidad que habitantes en la zona.
Entonces, ante esto la pregunta es ¿Cómo evitarlo? y la respuesta es algo tan indefinido y difícil de lograr como “mayor institucionalidad”. En términos más prácticos implica planificar y lo más importante, apegarse al plan, de forma tal que la complementariedad entre la inversión pública y privada se logre. En otras palabras, esto implica que ciertos apetitos electorales deben ceder ante la necesidad de coordinar entre todos un plan de desarrollo coherente con un objetivo superior para la economía y por lo tanto para el país.

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