Las consecuencias detrás de las nacionalizaciones


Articulo publicado en el periódico Pagina Siete

Cada proceso de nacionalización desata críticas referidas, entre otras cosas, al oportunismo del Gobierno al aprovecharse de capitales privados, la falta de inversión, el cuoteo político de las que son luego presas las empresas nacionalizadas y la reducción de la credibilidad del país que nacionaliza (nótese que es el país el perjudicado, no el Gobierno).

En contrapartida el Gobierno que nacionaliza proclama la necesidad pública de retomar el control sobre lo que alguna vez fue del Estado, de asegurar la provisión de algún bien o servicio público o simplemente de recuperar la soberanía en algún aspecto.

Ahora bien, uno de los problemas que menos se menciona sobre las nacionalizaciones que se vienen dando en Bolivia y en toda la región es que tienen un efecto similar a un incremento intertemporal de impuestos o, dicho de otra forma, nacionalizamos hoy y pagan nuestros hijos. La explicación es simple: todas las nacionalizaciones que se están haciendo vienen atadas a una compensación, que pueden ser negociadas o no, pero que de todas formas significarán en el futuro una erogación de recursos del Estado. En el caso específico de Bolivia, los cálculos (varios de ellos circulando en la prensa) dicen que la última nacionalización de hidrocarburos tiene un costo cercano a los 1.000 millones de dólares, a los que hay que sumar 1.200 millones que se estima por la nacionalización de ENTEL y otros tantos más por casos como el de Guaracachi, Valle Hermoso, Fancesa, Quirobax y más recientemente la TDE.

Evidentemente el pago de estas compensaciones no se hace en una sola gestión o, si es así, se financia a través de mecanismos de deuda (lo que termina difiriendo las obligaciones contraídas a varias gestiones de Gobierno). Esta característica es la que hace tan atractivos los procesos de nacionalización para los gobiernos de turno, ya que los beneficios (políticos o económicos) de una medida como ésta se perciben en el corto plazo, mientras que las deudas contraídas normalmente se pagan durante varias otras gestiones gubernamentales.

Lo trágico de este esquema es que, generalmente, las tentaciones nacionalistas surgen en los ciclos altos de precios, donde los beneficios coyunturales superan ampliamente a los costos (por lo que resulta electoralmente redituable lanzarse a “recuperar el patrimonio del Estado”), mientras que los pagos de las deudas contraídas normalmente coinciden con los ciclos de precios bajos. Por lo tanto, una nacionalización es igual a aumentar el consumo de generaciones actuales (nosotros) a costa de reducir el consumo de las futuras generaciones (nuestros hijos).

Dicho esto, surge entonces una pregunta ¿Por qué dejamos que sigan las nacionalizaciones? Pues bien, la respuesta probablemente tiene que ver con lo que llamamos en economía “problemas de agregación”, o en castellano, con lo difícil que es reproducir comportamientos individuales a nivel social. Para explicar mejor esto permítame un ejemplo: así como es bastante frecuente encontrar padres dispuestos a dejarle herencia a sus hijos, es también bastante difícil lograr que una generación esté dispuesta a sacrificarse en pro de la siguiente dejando, digamos, yacimientos de algún recurso natural como el gas o el litio, sin explotar, incluso si les aseguramos que los precios de estos bienes serán mucho más altos en el futuro.

Naturalmente, si uno vive en un país con escasa institucionalidad, en el que las reglas de juego se cambian a diestra y siniestra o directamente no se respetan, este comportamiento social se acentúa mucho más. Sin embargo, algo sí es cierto: ante cualquier nacionalización, la próxima generación sí o sí pagará las deudas; así que, estimado lector, cada vez que al gobernante de turno se le dé por recuperar algún sector estratégico, lo invito a preguntarse ¿cuánto más tendrá que trabajar mi hijo para pagar tales experimentos? Con seguridad, ir a las urnas con eso en mente, cambiaría mucho algunos resultados.



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