¡Claro que estamos en desaceleración!

Para empezar hay que clarificar los términos: la desaceleración es una situación en la que el ritmo con lo que algo crece o avanza disminuye. En economía, desaceleración se entiende como la reducción temporal del ritmo de crecimiento del PIB. Por otro lado, la recesión es la reducción del valor del PIB, es decir, para que exista una recesión (palabras mayores) se debe registrar una tasa de crecimiento negativa. Técnicamente, un país entra en recesión cuando registra tasas de crecimiento negativas durante al menos tres trimestres consecutivos.

Crisis, en cambio, es un término más complejo de definir, quizás porque esta palabra está asociada a varios aspectos de la realidad de un país: hay crisis sociales, políticas o económicas (y normalmente estas se dan al mismo tiempo). Sin embargo, en lo estrictamente económico, una crisis se da cuando existen cambios que afectan negativamente la estructura productiva de un país, y cuyos efectos no son solo coyunturales, sino que son de largo plazo.

Para entrar en crisis económica, por ejemplo, no alcanza con una desaceleración (aunque es seguro que quien haya quedado sin empleo en los últimos meses no esté de acuerdo conmigo), sino que habría que llegar a una recesión relativamente larga (lo que se llama depresión). En este sentido, Bolivia en realidad no ha vivido una crisis económica fuerte al menos desde 1986, ya que la “estabilidad” de muchos de los indicadores macroeconómicos que el actual gobierno muestra como signos de éxito, se mantiene así desde la época neoliberal: tasas de inflación y desempleo relativamente bajas y movimientos suaves en el tipo de cambio nominal.

Incluso el ritmo de crecimiento ha sido positivo en casi todo el periodo previo al 2006, y no es significativamente diferente al actual, por lo que siendo estrictos y coherentes, ni en la época neoliberal, ni en la actualidad se puede hablar de crisis.

Dicho eso, lo que de verdad preocupa es la intensa negación del poder ejecutivo sobre la desaceleración de la economía. Los datos del PIB trimestral lo confirman, en el primer trimestre del 2017, el ritmo de crecimiento de la economía ha sido el más bajo en los últimos siete años, y si vemos los datos anuales, llevamos tres años consecutivos en los que las tasas de crecimiento son menores a los de la gestión pasada, lo que significa, sin duda, un proceso de desaceleración.

Para negar la desaceleración, los economistas del ministerio han recurrido a mal interpretaciones, cuando no falsas verdades. Una de ellas es separar la demanda interna del sector externo, ya que Bolivia es un país sumamente abierto al comercio internacional, y mas allá del hecho de que los precios de las materias primas siguen siendo un factor relevante para el crecimiento de la economía, es claro que el incremento del consumo interno se logró gracias al incremento de los precios de las exportaciones.

Como el cambio en la matriz productiva no se ha dado, la única manera de obtener recursos para importar es a través de exportaciones de materias primas, por lo que una caída de las mismas reduce el ingreso disponible para sostener el consumo interno. Al final, seguimos bajo la consigna liberal (liberal del siglo XIX): exportar o morir.

Por otro lado, sostener que el principal motor del crecimiento es el consumo es una falacia. El mayor consumo de los hogares y del sector público ha sido posible gracias a una política rentista, que nada tiene que ver con mayor inversión o fortalecimiento del aparato productivo, sino que depende de precios y demanda externa, ambos, como el mismo Ministro admite, fuera del control de los bolivianos. Lo que sostiene a la economía boliviana son las rentas sobre los recursos naturales.

Que sean los sectores como la construcción, el comercio y la administración pública los que más crecen tampoco es tan bueno como quieren hacernos ver. Estos son sectores “no transables”, es decir, atados al desempeño de aquellos sectores productivos y vinculados a las exportaciones. Como ejemplo, basta ver el crecimiento del PIB del sector público, que entre 2013 y 2015 había crecido a un promedio del 8,5% (cuando hubo doble aguinaldo gracias a los altos precios del gas), mientras que en el 2016 cae abruptamente al 4,3% (ya sin doble aguinaldo). Estos sectores dependen de los ingresos por exportaciones y difícilmente generan movimiento económico por si solos.

Además, pretender centralizar las decisiones y los recursos profundiza la desaceleración. Mientras que los gobiernos municipales y departamentales sufren un fuerte ajuste, obligándolos a despedir empleados, reducir sus inversiones y pensar en endeudamiento, el Gobierno Central incrementa la planilla de empresas públicas deficitarias, lleva adelante proyectos faraónicos que, como las cifras muestran, tienen cada vez menos impacto en el crecimiento, y en vez de impulsar medidas que fomenten la inversión privada, compite contra ella; además de elevar sus costos con políticas salariales, tarifarias y de fiscalización poco acertadas con la actual coyuntura.


En suma, negar la desaceleración es peligroso, sin embargo, aun se tiene tiempo para realizar los ajustes necesarios para evitar una crisis (que nadie desea). Para esto el equipo económico del gobierno debe empezar por aceptar la realidad.

Articulo publicado en Página Siete

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