El tipo de cambio, la inflación y como la gente es más inteligente que el burócrata.

 Es ya muy conocido por todos que el tipo de cambio se ha ido utilizando desde hace un par de años como una de las principales herramientas para el control de la inflación. En pocas líneas el mecanismo funciona así: se aprecia el boliviano (es decir, se vuelve más caro con respecto a otras monedas, en nuestro caso, el dólar) lo que implica que por cada dólar que entre en la economía habrá que inyectar cada vez menos bolivianos al mercado, lo que repercute en el poder de compra de los hogares y en consecuencia controla la subida de precios por efecto de la demanda. La idea es que como se limita el poder de compra de los dólares los precios de la economía no se van a disparar y por lo tanto se controla la inflación.
Sin embargo, detrás de este razonamiento simple hay un tecnicismo que vale la pena mencionar: esto solo funciona si la inflación subyacente es cualitativamente diferente de la inflación global. En otras palabras, solo funciona si la inflación de los rubros más volátiles (tradicionalmente alimentos y energía) es significativamente diferente de la inflación tomando en cuenta todos los rubros de la canasta de consumo. Sin embargo, según los datos del INE, esto no se ha venido dando así, de hecho, la energía es uno de los rubros menos inflacionarios (recuerde usted que hay subsidios y controles de tarifas).
Así que aquí entra un segundo tecnicismo: la consistencia intertemporal, o en otras palabras, que el anterior argumento sea valido aun cuando los agentes de la economía (las empresas, usted y yo básicamente) se hayan percatado del cambio en las condiciones y sigan actuando como se espera que actúen (o en otras palabras, que limiten su consumo). Pues bien, ante esos dos conceptos cabe hacer una breve evaluación de lo que ha venido siendo la política cambiaria en Bolivia bajo dos premisas básicas i) ¿es efectiva? (es decir, ¿modifican el contexto en la dirección deseada?) y ii) ¿es eficiente? (ósea, ¿los beneficios superan a los costos?).
La respuesta a la primera pregunta es un rotundo no, sobretodo porque este tipo de políticas es inconsistente en el tiempo. Me explico, al revaluar la moneda boliviana las monedas extranjeras se tornan más baratas y por lo tanto, también sus productos, por lo que a medida que se encarece el boliviano, los hogares mantienen su consumo a través de la sustitución del consumo de bienes nacionales por importaciones generando lo que se llama “inflación importada”.  Fenómeno al que, si le sumamos, los problemas de productividad de nuestra economía, hace que ante una revaluación como la que se ha dado en Bolivia, hasta la papa se torne atractiva para la importación.
En este sentido la evaluación del costo-beneficio (nuestra segunda pregunta) también arroja una respuesta negativa, básicamente porque se ha controlado la inflación a costa de la competitividad de nuestra producción no tradicional, que si bien no depende pura y exclusivamente del tipo de cambio, en el estado de desarrollo que se encuentra la industria nacional, tiene un impacto importante.
Llegamos entonces al punto donde se explica cómo los individuos son siempre más inteligentes que el burócrata que diseña estas políticas. Los agentes de la economía obtenemos utilidad a través del consumo, así que toda medida destinada a reducirlo se encontrara con respuestas racionales de los mismos, destinas a reducir el efecto de las políticas económicas sobre el consumo propio. En este sentido, lo que en números y en la teoría resultaba como una de las formas más eficientes para reducir la inflación se ha convertido en el último año en uno de los principales motivos para que la inflación siga por encima del 4%, con un agravante más: en el proceso estamos reduciendo la competitividad de nuestros productos y aumentando la dependencia de las importaciones. La pregunta ahora es: ¿qué tan inteligente es el burócrata para percibir esta realidad?

Articulo publicado en el portal Oxigeno Bolivia

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