La economía política en tiempos de “cambio”

Sepa usted, estimado lector, que uno de los mayores riesgos laborales para los economistas es la frustración. Y es que no importa cuan fundamentadas y objetivas sean las observaciones y sugerencias que hacemos, casi siempre la política pública responde a criterios muy diferentes a los óptimos que solemos encontrar (aquí una licencia, usare “optimo” como concepto que incluye criterios de justicia, eficiencia social y económica).
Para explicar esto, los economistas empezamos a analizar el comportamiento de la clase política bajo modelos y supuestos que normalmente aplicábamos a los mercados. Así nació la economía política que básicamente dice que los burócratas dirigen la política pública a favor de aquellos grupos que les darán más votos, mientras que los votantes elegirán a aquellos políticos que les ofrezcan más beneficios.
En este sentido, la política pública muy pocas veces se aplica a la población en general, sino que se enfoca en aquellos sectores electoralmente “rentables”. Ahora bien, como toda simplificación, esta explicación es algo extrema. Por ejemplo, no toma en cuenta que una parte del comportamiento político se define también por la ideología, o dicho de otra forma, si una sociedad penaliza la acumulación de riqueza probablemente vote por aquellos candidatos que prometen más impuestos a los más ricos, mientras que si valora el esfuerzo individual, probablemente penalice a los políticos de corte populista.
En consecuencia, las ideas limitan el conjunto de políticas públicas que pueden aplicarse, y más importante aún, la fortaleza de estas ideas define el éxito o fracaso de las medidas que se implementan.
En el caso boliviano, la ideología del actual gobierno, junto con la de algunos grupos de la sociedad que parecen preferir la redistribución antes que la generación de valor, ha impulsado la miniaturización de las unidades productivas. Para probar esto basta con revisar las leyes del ámbito económico aprobadas en los últimos años, las cuales, casi en su totalidad dan incentivos y beneficios extras a las micro, pequeñas y medianas empresas que solo se mantienen si estas empresas permanecen pequeñas, mientras que las obligaciones y cargas que enfrentan, si crecen, se hacen más pesadas.
Esto no es trivial, ya que si bien las pequeñas y medianas empresas generan fuentes de empleo, difícilmente pueden constituirse en una herramienta para el desarrollo sostenible, entre muchos factores, por sus problemas de gestión, vulnerabilidad financiera, escaso conocimiento para la toma de decisiones y dificultades para abrirse mercados por si solas. Dado esto, cabe preguntarse ¿por qué cuando un gobierno que sostiene que el objetivo es el desarrollo, implementa medidas que lo dificultan?
Pues bien, aun cuando el objetivo sea lograr el desarrollo sostenible, este objetivo solo es admitido siempre y cuando sea el Estado el principal actor de la economía (recuerde el poder de las ideas). Entonces, esto explica porque el gobierno debe mantener a los actores privados relativamente pequeños: para lograr el control de la economía es necesario limitar la capacidad de otros actores para incidir sobre las políticas públicas, lo que solo se logra atomizando al sector privado.
Esto es sumamente preocupante, no solo por la infinidad de desastrosas experiencias que se pueden citar cuando se ha optado por aplicar ideologías en los extremos de la economía (o solo Estado o solo mercado), sino también por un factor más estructural: la debilidad de las ideas que sostienen estas políticas. Hoy en día la principal idea se basa en supeditar los destinos de todos a las decisiones de un solo actor: el sector público. Irónicamente, este sector depende cada vez más de los volátiles precios de las materias  primas, lo que resulta en una gran contradicción con el concepto de desarrollo sostenible.

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