Los monumentos de la inversión pública

Durante los últimos años, nos hemos acostumbrado a ver y evaluar a los gobiernos en función de las obras que entregan: mientras más grandes y rimbombantes, el gobierno es mejor. Y claro, mientras esto es exigido por la sociedad, la clase política lo va a usufructuar, por lo tanto, mientras más obras para poner una placa, cartel u otro elemento que diga quien lo hizo, mejor.
Esta “municipal” forma relación entre la sociedad y el gobierno, en la última década, se ha extendido incluso al nivel central de gobierno, algo que está explicado a partir de innegables deficiencias en infraestructura, ciertamente, pero también esta responde al gran influjo de recursos que hemos recibido como país, lo que le ha dado al gobierno una extraordinaria holgura para encarar todo tipo de proyectos, desde aquellos pequeños pero claramente necesarios, como los de una posta sanitaria en alguna comunidad alejada, hasta algunos faraónicos y de dudosa rentabilidad, como es el caso de la planta procesadora de miel, ubicada en el Chapare, donde la fumigación, necesaria para cultivos como el del banano, mata a las abejas de la zona.
Aún más, hemos visto como el programa de inversiones para los próximos años continua con esta lógica, donde la infraestructura sigue siendo la estrella de la inversión. Este programa, entonces, es algo así como un programa de monumentos que nos recordaran quien hizo la inversión. Sin embargo, después de 10 años de alzar monumentos, el enfoque sobre el que se realiza la inversión publica, particularmente de la del gobierno central, debería cambiar.
Y no porque la infraestructura ya no importe (de hecho en Bolivia aún estamos por debajo de muchos de los indicadores de la región en cuanto a este tema se refiere), si no porque a medida que logramos construir más caminos, producir más energía o inaugurar más plantas procesadoras de alimentos, lo que empieza a fallar, consistentemente, son los procesos para que esas inversiones funcionen.
Me explico, en el caso de la agricultura, por ejemplo, para dinamizar la producción de ese sector, se ha optado por la implementación de plantas procesadoras (enlatadoras, acopiadoras, beneficiadoras y demás), todas ellas bajo el control del Estado o administradas por organizaciones de productores bajo la tutela del mismo, donde la premisa es que estas, al ofrecerle al productor mejores precios de compra, incentivarán un incremento en la producción, misma que será mágicamente absorbida por el mercado interno o en su defecto exportada.
Esta perspectiva es sumamente limitada, algo que de lo que se ha percatado el gobierno, por lo que en algunos casos, como el del banano por ejemplo, han recurrido a la inversión en equipamiento para la producción, lo que si bien es positivo, sigue estando bajo el enfoque de inversión en elementos físicos.
Sin embargo, ni el equipamiento ni la infraestructura solucionan problemas simples como el restringido acceso a la información de mercado por parte de los productores, o peor aun, no alcanzan para facilitar la coordinación entre las diferentes entidades dedicadas a los procesos de constitución de una empresa, y ni hablar de aquellas que intervienen en las exportaciones.
Estos factores, que implican procesos, se solucionan con programas de capacitación a los funcionarios de aduana, SENASAG o impuestos por ejemplo. Muchas veces, sólo haría falta una plataforma integrada, donde productores y entidades reguladoras puedan compartir la información necesaria para facilitar los aspectos burocráticos de la actividad.

Este tipo de políticas, que hemos visto aplicadas en el sistema financiero y de identificaciones para lograr un mayor control sobre la sociedad, deberían aplicarse también al ámbito productivo, para facilitar la diversificación. Sin embargo, la dificultad de ponerle una placa a ese tipo de inversiones, explica tal vez el porqué aún no se han implementado.

Articulo publicado en Los Tiempos

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